Es fácil decir que este sitio es un accidente geológico, un capricho del tiempo y la erosión.
Es fácil decirlo, sí, pero después uno lo ve y la explicación se vuelve insuficiente.
No hay manera de prepararse para esto: venimos avanzando por el altiplano salteño, cruzando formaciones de piedra negra y matas doradas que sobreviven donde la vida parece un error.
A lo lejos, el Llullaillaco, el volcán que guardó a los Niños de Llullaillaco durante cinco siglos, sigue ahí, en su indiferencia milenaria.
El Antofalla, más bajo pero igual de solemne, recorta el horizonte en otro frente.
Atravesamos un cañadón y reaparece el salar de Arizaro, una llanura interminable que, de pronto, tiene una anomalía..